Manos las de mi madre, tan acariciadoras,
tan de
seda, tan de ella, blancas y bienhechoras.
¡Sólo ellas
son las santas, sólo ellas son las que aman,
las que
todo prodigan y nada me reclaman!
¡Las que
por aliviarme de dudas y querellas,
me sacan
las espinas y se las clavan en ellas!
Para el
ardor ingrato de recónditas penas,
no hay como
la frescura de esas dos azucenas.
¡Ellas
cuando la vida deja mis flores mustias
son dos
milagros blancos apaciguando angustias!
Y cuando
del destino me acosan las maldades,
son dos
alas de paz sobre mis tempestades.
Ellas son
las celestes; las milagrosas, ellas,
porque
hacen que en mi sombra me florezcan estrellas.
Para el
dolor, caricias; para el pesar, unción;
¡Son las
únicas manos que tienen corazón!
(Rosal de
rosas blancas de tersuras eternas:
aprended de
blancuras en las manos maternas).
Yo que
llevo en el alma las dudas escondidas,
cuando
tengo las alas de la ilusión caídas,
¡Las manos
maternales aquí en mi pecho son
como dos
alas quietas sobre mi corazón!
¡Las manos
de mi madre saben borrar tristezas!
¡Las manos
de mi madre perfuman con terneza!
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